Hace poco fui contactado por una agencia de traducción que buscaba traductores en Chile para un proyecto que sonaba interesante. Lo que en un momento pareció ser el inicio de una promisoria colaboración quedó en nada cuando me preguntaron por mis tarifas para las repeticiones y agregaron: «Por lo general no las pagamos». Si bajar nuestras tarifas cuando un cliente nuevo las encuentra muy elevadas es una pésima idea, nada nos impide hacer concesiones al cliente que nos trata bien, manda mucho trabajo y siempre paga a tiempo. A uno de mis clientes favoritos raramente le cobro recargos por urgencia cuando necesita una traducción corta para el mismo día y me encuentra desocupado, pero estoy hablando de un cliente con el que llevo años trabajando, que nunca se ha atrasado con un pago y que ha aceptado sin chistar alzas sucesivas (acordes a la inflación) en los precios que cobro. Son pequeños gestos que hago con gusto cuando no implican un menoscabo de la traducción y que mantienen bien lubricadas las relaciones profesionales. Otra cosa, sin embargo, es aceptar condiciones de una agencia que, sin conocer nuestro trabajo, ofrece pagarnos menos por pedazos de frases que la memoria de traducción arrojará a medida que avancemos: las famosas repeticiones de segmentos ingresados anteriormente en la memoria por otro traductor (o nosotros mismos), conocidas como fuzzy match.
La trampa del descuento por fuzzy match
Disequemos la lógica de esa trampa llamada descuento por fuzzy match: las repeticiones de segmentos idénticos (coincidencias de 100 %) por las cuales no me pagan implican que yo no debo preocuparme por ellas (puesto que no me pagan por ello). Por consiguiente, si yo no cobro esos segmentos, el cliente debe aceptar que no me preocupe de que esa traducción, puesta en un nuevo contexto, sea coherente con el resto del párrafo e incluso con el texto entero, lo cual dista de estar garantizado per se. Y en el caso de coincidencias parciales, si me ofrecen pagar la mitad de la tarifa (o menos) por una coincidencia de 70 % (es decir, cuando la memoria arroja un segmento antiguo que se parece en un 70 % a lo que estamos traduciendo), como hacen algunas agencias, significa que me pagan solo por el 30 % de palabras que no coincidieron, lo cual es una forma absurda de ver nuestro oficio, pues lo convierte en un rompecabezas donde bastaría encajar las palabras necesarias. El problema es que, como bien sabemos gracias a Chomsky y su oración sin sentido, la lengua no funciona así: no somos meros encajadores de palabras, y una frase puesta en un nuevo contexto puede cobrar otro (o carecer de) sentido.
No obstante, si me mantengo en la lógica de la agencia y acepto que no me pague ese 70 %, tampoco me preocuparé de que las nuevas palabras que yo «traduzca» den sentido a la oración entera, ni mucho menos al texto. Peor aún, ni siquiera debería preocuparme de que concuerden gramaticalmente con el resto de la frase: si no me preocupo de ese 70 %, puesto que no me pagan por ello, me bastaría elegir al azar con qué género y número concordaré un sustantivo o un adjetivo que me corresponda encajar en ese 30 % que están accediendo gentilmente a pagarme. Convengamos en que esa no es una concepción muy seria de nuestra labor, y claro, quienquiera que tenga un mínimo de sentido deontológico se preocupará de que la frase entera tenga sentido en el contexto en el que está puesta, aunque no le estén pagando por ello. Y es que la memoria de traducción ayuda un poco, pero en última instancia el trabajo intelectual de construcción de sentido y urdimbre del texto tenemos que hacerlo igual.
Si estiramos aún más la lógica, la agencia que no paga por fragmentos ya traducidos un día puede decidir no pagar por ninguna palabra que se repita en el texto. No es tan descabellado como suena: si no nos van a remunerar, digamos, por el nombre de una institución como Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo porque la máquina lo tomó de una traducción anterior y nos ahorró el trabajo de volver a escribirlo, ¿qué les impide, dentro de diez años, decir que no nos pagarán por ninguna de las veces en que la palabra programa aparezca en nuestra traducción, considerando que el software de traducción asistida pudo «traducirlo» automáticamente. ¿Dónde está el criterio, la frontera entre lo que se considera fragmento traducido (que no se paga porque lo arroja la memoria) y lo que podrían ser meros conjuntos de palabras? Desde luego, las memorias de traducción arrojan solo segmentos previamente traducidos que tengan un mínimo de similitud con el segmento nuevo y no palabras aisladas, con lo cual el ejemplo que acabo de dar es improbable… por ahora.
¿Y la tasa de expansión?
Otra trampita, de la que somos culpables nosotros mismos, es que al razonar en términos de palabras del texto fuente terminamos regalando parte de nuestro trabajo. Si nos envían un texto de 1000 palabras y entregamos una traducción de 1200 palabras, ¿qué ocurre con las 200 palabras de diferencia? No sé ustedes, pero en la universidad nos enseñaron (y no aprendimos, porque no conozco nadie que respete este principio) que si íbamos a cobrar por palabra debíamos siempre cobrar por palabra traducida y no del texto fuente. Para eso los franceses recurren a una pequeña operación matemática que llaman taux de foisonnement, o ‘tasa de expansión’: se sabe que un texto en inglés termina siendo un poco más largo al traducirse al español o al francés. El inglés es un idioma más sucinto, donde la adjetivación de sustantivos, por poner un ejemplo, da lugar a oraciones que en español y francés requieren estructuras más largas. Al aplicar la tasa de expansión, es decir, al multiplicar el número de palabras del texto fuente por un índice que refleje ese crecimiento, el traductor calcula aproximadamente cuántas palabras tendrá su traducción y establece su cotización sobre la base de esa cifra: las 1000 palabras que nos entregan las multiplicamos por un índice de 0,1 y le sumamos ese resultado. Si el cliente me entrega 1000 palabras yo le vendo 1100 en la traducción (o mejor, se las fío, porque lo más probable es que me las pague un mes después, cuando menos), y mi tarifa la aplico a esas 1100 porque son las que habré producido, de modo que reflejan el tiempo y el trabajo que tuve que dedicar al encargo. Tiene sentido, ¿no?
Fiemos textos, no palabras
Todo esto dejaría de ser un problema si cobráramos por hora, como me pidió una vez un amigo traductor tras ser contratado por una empresa y ponerse la camiseta del gestor de proyectos. Cuando cobramos por palabras, contribuimos a la creencia popular de que somos máquinas y nuestra labor consiste en regurgitar vocablos en otro idioma que pueden combinarse fácilmente, al estilo ciberdadaísta de Google Translate. Como ya vimos, a las agencias menos escrupulosas o simplemente ingenuas (aquellas dirigidas por personas ajenas a la profesión) que componen eso que se ha dado en llamar la industria de la traducción les facilitamos el argumento falaz de que las palabras ya traducidas que figuran en la memoria de traducción no nos las tienen que pagar, pese a que nosotros sí tenemos que tomarnos el tiempo de leerlas y actualizarlas en el nuevo contexto en el que aparecen.
A primera vista puede parecer más complejo calcular lo que nos demoramos en traducir un texto, pero tras algunos años de experiencia ya deberíamos ser capaces de saber el esfuerzo que implica traducir un texto de determinadas características y cuánto nos deben pagar por ello. En el peor de los casos, si ya estamos acostumbrados a medir nuestra remuneración en términos de palabras, podemos calcularla de esa forma y luego planteársela al cliente en función de las horas trabajadas para dar un mensaje claro y fundamental: no traducimos palabras, traducimos textos. ¿¿Tres horas de trabajo para traducir tres míseras páginas?? Sí señor, para que vea: es un trabajo más complejo de lo que usted imaginaba, y ese es el costo de la calidad, de la dedicación, de la garantía de tener un resultado profesional. Ahora entiende por qué no conviene entregar un documento de veinte páginas a la secretaria «que sabe hablar inglés» porque lo estudió un par de años y pedirle que lo tenga listo al día siguiente.
Dejo esto planteado a modo de reflexión personal y ojalá para alimentar el debate sobre la mejor forma de valorar (en todas sus acepciones) nuestro trabajo, porque debo confesar que hoy mismo envié una cotización en palabras (por una serie de razones que no viene al caso detallar). Eso sí, a la agencia que me contactó «ofreciendo» no pagarme por las repeticiones le respondí que por mí todo bien, pero que no esperara que me detuviera a leer esas repeticiones. Si sirven en el nuevo contexto, tanto mejor, pero si no sirven, allá ellos. A pesar de las apariencias (es decir, de las cotizaciones redactadas en función del número de palabras), yo no fío palabras, sino textos. Huelga decir que de la mentada agencia no he vuelto a tener noticias. No fue la primera ni será la última vez.
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