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Foto del escritorNey

Las palabras intraducibles no existen

Hace poco circuló en un grupo de Facebook un artículo de la BBC en español (cuyas traducciones suelen ser bien malitas, por cierto) sobre un fenómeno que decidieron llamar «palabras intraducibles». Sin pretender desmerecer el trabajo de investigación del periodista ni restarle mérito a un tema tan apasionante, me parece necesario replantear el asunto en otros términos por una razón muy simple: las palabras intraducibles no existen. Mejor dicho, la idea de que una palabra es intraducible supone dos problemas que justificarían una reformulación de lo que se plantea en el artículo.

 

No traducimos palabras

En primer lugar, las palabras pueden tener equivalencias en otros idiomas, y solo cobran sentido en ese acto que los lingüistas llaman actualización, es decir, en el momento en que son usadas por un orador determinado, en un contexto específico, con una intención clara (la de causar cierto efecto en el interlocutor) y teniendo en cuenta el interlocutor al que van dirigidas esas palabras. Todos esos factores dotan a la palabra de sentido en un acto de comunicación. Todos esos factores son los que tenemos en cuenta los traductores profesionales a la hora de traducir un texto. Y digo bien un texto: no un párrafo, no una frase ni mucho menos una palabra. Cuando alguien nos pregunta (a todos los traductores nos ha pasado alguna vez) «¿cómo se traduce esta palabra?» o «¿cómo traducirías esta frase?», la respuesta es invariablemente la misma, expresada, según el caso, de distintas formas, más o menos cordiales, pero siempre con el mismo objetivo: «depende del contexto», «a ver, dame el párrafo entero y explícame sobre qué es el texto», «¿qué crees que soy, un diccionario?», «¿por qué no se lo preguntas a tu abuela?». Dicho de otro modo, depende de qué se esté queriendo decir con esa o esas palabras, en qué momento, para qué y para quién. Y quién las está diciendo y por qué. Todo eso es lo que se traduce. No tener en cuenta esos factores de la comunicación humana es no entender lo mínimo necesario para ser traductor.


En segundo lugar, y esto, obviamente, es una consecuencia directa de lo que acabo de exponer, esa forma de tratar las palabras es un tanto peligrosa, pues socava la forma en que concebimos nuestro oficio. Quienes creen que somos traductores de palabras (o meros «encajadores de palabras», como ya dije en otra entrada de este blog) tienden a vernos como simples máquinas que arman rompecabezas lingüísticos más o menos fáciles y que pronto serán remplazados por Google Translate y sucedáneos. De esa visión de la labor del traductor deriva una serie de consecuencias que pueden ser nefastas para nuestro oficio, como el hecho de que en Chile existan carreras de «técnico en traducción», de duración muy corta, pensadas para quienes no son necesariamente adeptos a la lectura y que no ven la traducción como una actividad intelectual, sino como un mero ejercicio mecánico al alcance de quienquiera que haya adquirido los rudimentos de una lengua extranjera. Como ya he expuesto antes, esas carreras son poco menos que una estafa, y los perjudicados son generaciones enteras de jóvenes que egresan sin las herramientas intelectuales necesarias para desarrollarse profesionalmente… y pagar las cuantiosas deudas que contrajeron para costearse la carrera. De esa visión de la labor del traductor sale también la mala costumbre que tenemos de cobrar por palabra y no por hora de trabajo, una práctica que alimenta este círculo vicioso, reforzando la impresión de que somos meros encajadores de palabras y justificando prácticas a mi juicio muy poco éticas (pero comunes entre las agencias de traducción), como la de no pagar por frases que se repiten.

 

Todo es traducible

Todo eso contribuye para crear una imagen muy pobre del oficio del traductor, que, ante la ignorancia del prójimo (nadie está obligado a saber el enorme esfuerzo intelectual que significa traducir bien un texto si no es traductor), redunda en condiciones laborales muchas veces subóptimas, y generalmente los culpables somos nosotros mismos: por cobrar por palabra, por otorgar descuentos por volumen (es decir, aceptar trabajar más por menos, algo que me niego a entender), por aceptar que las agencias nos paguen solo una vez una frase que se repite cinco veces, como si estuviéramos traduciendo frases aisladas y no textos, sin tomar en cuenta los factores básicos de la comunicación humana que expuse al principio. También confunde a los traductores principiantes, más propensos a incurrir en literalidades, a traducir frases y párrafos en vez de textos y a creer —craso error— que su traducción tiene que contener necesariamente un equivalente para cada vocablo presente en el texto original. Y una vez que aprenden a traducir textos, aún les falta el último paso fundamental en la trayectoria de todo traductor profesional: aprender a traducir la intención de discurso, es decir, leer entre líneas y traducir lo que el autor quiso decir y no necesariamente lo que escribió. A veces hay una distancia insospechada entre una cosa y la otra, y solo quien ha podido perfeccionar su oficio con el transcurso de los años, pero siempre partiendo de una buena formación lingüística (para eso se estudia traducción), puede, creo yo, hacer esa distinción y tomarse las libertades necesarias para producir buenas traducciones.


Todo hispanohablante alguna vez escuchó a alguien decir que en español no existe traducción para «esa palabra tan hermosa» que usan los brasileños y, con más naturalidad aún, los portugueses: saudade. Como si los lusohablantes fueran los únicos capaces de sentir nostalgia, porque no es más que eso: nostalgia. Otra cosa es que en portugués sea más fácil y común hablar de la nostalgia en determinadas circunstancias, o exclamar simplemente «ah, que saudade», mientras que en español tendríamos que decir «cómo extraño/echo de menos» tal cosa, estando, por ende, obligados a explicitar el objeto de la nostalgia. Pero eso no quiere decir que saudade sea una palabra o un concepto que no tiene traducción o equivalencia y que no sea traducible en tal o cual contexto. En conclusión, repito lo que escuché incontables veces decir a uno de los mejores profesores que tuve: todo es traducible. Todas las palabras son traducibles puesto que sirven para formar un pensamiento, construir un mensaje, y lo que se traduce es ese mensaje, no las palabras que lo constituyen.


Un castillo de Lego puede ser «traducido» en un castillo de Meccano aunque las piezas y las formas de combinarlas sean completamente diferentes (sí, Meccano; googléenlo). En ese caso la traducción no es de las mejores, porque Meccano, a mi juicio, nunca pasó de una copia infeliz de lo que el escritor noruego Jostein Gaarder calificó como «el mejor juego del mundo», pero el castillo es un castillo al fin y al cabo, y que nos guste más el castillo de Lego es problema nuestro y no significa que las piezas de Meccano no sirven.


Piezas del juego Meccano dispuestas sobre una mesa.

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