La traducción automática es uno de esos temas trillados que por un lado ya ni dan ganas de discutir y por el otro nos obligan a levantar el escudo de la razón y el sentido común cuando padecemos las embestidas de quienes contribuyen a nivelar por lo bajo el mercado de la traducción con el fin de justificar sus dudosas prácticas. Y esos son los peligrosos: los que buscan prescindir de la experiencia y las cualidades intelectuales de un profesional bien formado con el único propósito de reducir sus costos y lucrar más.
Las máquinas no piensan
No me refiero, desde luego, a entidades como la Organización Panamericana de la Salud, que desde hace muchos años usa su propio sistema de traducción automática y recurre a traductores profesionales experimentados en el campo de la salud para editar las traducciones producidas a partir de ingentes bases de datos, donde, cuenta habida del carácter técnico y unívoco de los textos, la automatización del proceso incluso contribuye a garantizar cierta homogeneidad terminológica. Tampoco me refiero a aquellos que hacen un uso concienzudo y ético de las herramientas de traducción automática (es decir, reconociendo sus limitaciones y restringiendo su uso a textos muy específicos), que en algunos casos pueden servir para facilitar la labor de quienes traducen, por ejemplo, documentos oficiales de organismos de la ONU muy similares entre sí y que ya han sido traducidos en el pasado. Convengamos, sin embargo, en que estos programas funcionan más como memorias de traducción que como máquinas capaces de interpretar realmente un texto y traducirlo. Como siempre digo, las máquinas no piensan, ergo, no interpretan, ergo, no pueden traducir.
Estas líneas van dirigidas, pues, a quienes creen ingenuamente que los Google Translate de la vida son capaces de producir buenas traducciones, cuando ni siquiera pueden producir traducciones decentes. Acaso pueden ofrecer traducciones comprensibles, pero entre eso y una buena traducción hay un abismo. Un abismo llamado intelecto. Estas líneas van dirigidas a quienes se dejan engatusar por el discurso engañoso de los mastodontes del mercado que recorren el mundo organizando conferencias donde ensalzan las maravillas de la traducción automática e instan a los más jóvenes a subirse al tren de la tecnología, a no quedarse atrás, so pena de perder para siempre la oportunidad de adquirir las herramientas imprescindibles del futuro, aunque supongan un menoscabo de sus condiciones de trabajo, de la calidad de las traducciones y, principalmente, de los niveles de remuneración. Lo cierto es que este discurso con pretensiones de oráculo tiene más de profecía autocumplida que de pronóstico científico, por una simple razón: el día que las traducciones automáticas sean tan buenas como las de un traductor humano debidamente calificado será el día que no haya un traductor humano lo suficientemente bueno como para hacer una traducción realmente profesional. En otras palabras, no es que la traducción automática vaya a ser lo suficientemente buena algún día: somos nosotros los que nos acostumbraremos a sus resultados mediocres y creeremos que no se puede obtener algo mejor de un traductor humano —o que no vale la pena pagar por ello—.
Ya decía un personaje de Montesquieu (o quizá era Voltaire) que no era necesario conocer una lengua para traducirla: bastaba con inventar algo, puesto que quienes requerían lo servicios de un truchimán, al desconocer ellos también la lengua de partida, eran incapaces de descubrir la farsa. Asimismo, muchos son los clientes vulnerables al discurso espurio de las grandes empresas que prometen el oro y el moro a precios contra los cuales ningún traductor profesional puede competir. Muchos son incapaces de distinguir una buena traducción de una traducción mediocre, y son legión aquellos que prefieren pagar lo menos posible con tal de que «se entienda», de que la traducción «sirva». Es como ir a un restaurante y decirle al cocinero que nos cobre la mitad del precio. No hace falta que la comida esté sabrosa, basta que sea tragable.
Siempre digo que la traducción automática solo será realmente decente el día que un computador sea capaz de pensar y conmoverse y, por lo pronto, escribir una buena novela.
Nos estamos acostumbrando a la mediocridad
Hay situaciones, y creo que en nuestro complicado oficio son la mayoría, en que una traducción que «se entiende» no basta. Es el tipo de situación donde entran en juego operaciones cognitivas que una máquina no podrá reproducir mientras no esté desarrollada plenamente la inteligencia artificial, cuyo advenimiento, a todo esto, no descarto a priori; no me cabe duda de que para allá vamos, solo creo que todavía falta mucho para ello y, sobre todo, para que la tecnología necesaria esté disponible para el público y los costos sean lo suficientemente bajos como para justificar la preferencia por un computador pensante sobre la contratación de un profesional debidamente formado. Entra en juego, por ejemplo, ese derecho (y muchas veces obligación) que tiene el traductor de explicitar su traducción en aras de entregar el mensaje deseado, lo cual requiere cualidades humanas como el criterio, la capacidad de ponerse en el lugar del otro y comprender cómo ese otro recibirá el mensaje y la voluntad, en virtud de esto último, de hacerle comprender el mensaje de una u otra forma, a sabiendas de que esta decisión influirá en el efecto que el mensaje causará en el destinatario y en su reacción a dicho mensaje. Nada de esto es abarcado, ni puede serlo, por razones obvias, por un programa de traducción automática cuyo funcionamiento se limita, que yo sepa, a dos tipos principales de operación: un análisis estadístico basado en un corpus de combinaciones preexistentes para elegir la traducción que tiene la mayor probabilidad de servir y un algoritmo de reglas sintácticas basado en operaciones de gramática comparativa, es decir, meramente lingüísticos.
A todo esto hay que sumar el hecho de que el traductor raramente trabaja en condiciones ideales; es más, sus condiciones de trabajo tienden a empeorar, no solo en términos financieros, sino también en lo que respecta a la calidad del texto, pues es bien sabido que se recurre cada vez menos a los servicios de correctores de textos. Así, el traductor suele enfrentarse a textos llenos de imprecisiones, ambigüedades o simplemente errores, ya sean sintácticos (aunque estos no deberían ser un problema para el computador, capaz de probar múltiples combinaciones y elegir el resultado con más probabilidades de servir desde el punto de vista estadístico) o semánticos, como si no bastara la polisemia para complicarle la vida. Si extrapolamos este supuesto a casos aún más complejos, en los que se reciben textos ya traducidos —y no necesariamente por un profesional—, nos encontramos con que la traducción puede llegar a ser un rompecabezas al que hay inventarle piezas faltantes.
“We are looking forward to future researches with improved capability of ALMA”, says Hatsukade. En este ejemplo, de un texto traducido del japonés con fragmentos bastante enrevesados, un computador difícilmente podrá interpretar de muchas formas la idea de improved capability of ALMA. A menos que ese computador tenga una capacidad similar a la nuestra de relacionar recuerdos e ideas y añadirle una pizca de creatividad y algo de procesamiento emocional, a menos que sepa recordar y actualizar recuerdos en situaciones nuevas y distintas de aquellas que dieron origen a dichos recuerdos, es difícil imaginar que sea capaz de comprender, en nuestro caso, que el autor se refirió al hecho de que, cuando se hicieron las observaciones aludidas en el artículo del que se extrajo esta oración, el observatorio radioastronómico ALMA todavía estaba en construcción y se estaban probando las antenas con una configuración reducida.
El computador tampoco entenderá que al momento de publicarse este texto ALMA ya estaba terminado, con lo cual el entusiasmo del autor de la cita radica en el hecho de que ahora tiene la posibilidad de postular nuevamente a tiempos de observación con el telescopio, cosa que probablemente ya hizo y que le permitirá, esta vez, volver a observar las galaxias que le interesan con todas las antenas del observatorio funcionando. El computador no podrá emocionarse junto con el traductor y el autor de esas líneas ni contemplar siquiera la opción que terminó eligiendo el traductor, de traducir improved capability por lo que él percibe como el sentido real de esta afirmación: cuando todas las antenas de ALMA estén instaladas, o mejor, cuando ALMA haya alcanzado todo su potencial. Un computador probablemente usaría un calco tan poco elegante y acertado como capacidad mejorada. No sería del todo incorrecto y tendría algo de sentido, es decir, serviría como traducción, pero estaría lejos de ser una buena traducción, puesto que el autor del texto en inglés se refería a la conclusión de las obras, a una meta que se tenía previsto alcanzar, más que a una supuesta mejora en el diseño original.
Lo que nos preocupa, pues, no es que la traducción automática se vuelva realmente lo suficientemente buena, pues como vemos todavía falta mucho para que un computador tenga la capacidad de raciocinio necesaria para hacer el análisis presentado arriba, y el día que la informática alcance esa capacidad, todavía tendrá que pasar bastante tiempo para que sea una tecnología asequible y represente una amenaza para los verdaderos traductores profesionales. El riesgo es más bien que los propios humanos —entre ellos quienes contratan servicios de traducción—, acostumbrados al discurso pseudoprofético de los adalides de la traducción automática, vayan poniéndose cada vez menos exigentes con la calidad a medida que se acostumbren a los resultados deficientes de los sistemas informáticos. Como bien dijo un querido amigo y colega la última vez que conversamos sobre todo esto, la necesidad de recurrir a buenos traductores humanos depende de la capacidad de los receptores humanos para apreciar una buena traducción, de ahí que el verdadero peligro no sea la tecnología, sino las cantinelas repetidas al unísono por los defensores de esas tecnologías para distorsionar la realidad y forzar una tendencia que los beneficia solo a ellos.
¿Estamos los traductores profesionales condenados a desaparecer? Sí, es probable. ¿Significa que los computadores están «aprendiendo» a traducir? No. ¿Significa que serán capaces de producir buenas traducciones a corto y mediano plazo? No: significa que nos estamos acostumbrando a la mediocridad. El día que la inteligencia artificial esté lo suficientemente desarrollada y sea asequible, no desapareceremos solo los traductores profesionales y los intérpretes, sino también los diseñadores, los programadores, los profesores, los abogados, los médicos, los geólogos, los arquitectos, los pintores, los músicos… Ese día estaremos todos jodidos, no solo los traductores, y este servidor ya habrá vuelto a formar parte del polvo interestelar.
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